blog de Jorge Díaz Martínez

domingo, 25 de febrero de 2024

Criaturas del momento, de Rafael Espejo.


Después de toda la vida leyendo Cuadernos del Sur (en la época de la prensa de papel, se apilaban en mi cuarto adolescente), la casualidad ha querido que publique en ellos, por primera vez, una reseña. Ciertamente contento de escribir en el suplemento cultural que leía de pequeño, en el periódico de toda la vida de mi ciudad natal.

Podéis leerla en el sigiente enlace:

Reseña de Criaturas del momento, de Rafael Espejo, en Cuadernos del Sur.



miércoles, 20 de diciembre de 2023

Xavier Guillén: poesía domesticada

Acaba de aparecer el número 23-2 de la revista de estudios lingüísticos y literarios Studia Romanistica, de la Universidad de Ostrava, al que contribuyo con un artículo sobre el último poemario de Xavier Guillén, Amo de casa (Pre-Textos, 2021), precedido por una muy escueta introducción sobre la línea de escritura en la que se sitúa, es decir, la de los continuadores de la poesía de la experiencia. El artículo está destinado, especialmente, a cualquiera que tenga el más mínimo interés por la poesía española y peninsular de las últimas décadas, además de otras cuestiones de poética general. Os dejo aquí el enlace al número completo de Studia Romanistica y también al del artículo exento en mi perfil de academia.

https://ff.osu.eu/studiaromanistica/current-issue/

https://www.academia.edu/111945555/Xavier_Guill%C3%A9n_poes%C3%ADa_domesticada

miércoles, 4 de octubre de 2023

La semilla y el corazón. Antología de poesía japonesa.

 




La semilla y el corazón. Antología de poesía japonesa.
Traducción de Teresa Herrero
Versión en castellano de Juan F. Rivero
Introducción de Juan F. Rivero
ALBA poesía (2022)

Este es uno de los libros que mejor me ha acompañado en los últimos meses. Lo he leído a la orilla del Darro, primero los poemas y luego la introducción. Se trata de una antología que abarca nada más y nada menos que mil trescientos años de poesía --lo cual es más edad de la que tiene el castellano, si contamos a partir de las Glosas Emilianenses--. Mi forma de disfrutar de esto objeto bilingüe creo que pega bastante con el espíritu que se le presupone a la escritura de haikus: no leerlo del tirón, sino a ratitos, sobre todo a la orilla de un riachuelo, a la hora del paseo, entre partida y partida de ajedrez, entre conversaciones y otros libros, entre fotografías. Respecto a su introducción, un excelente trabajo, la he dejado bastante subrayada: de manera sintética y sucinta nos presenta los hechos principales de la literatura japonesa en general y de la escritura de haikus en particular, deteniéndose en sus fundamentos filosóficos, estéticos e históricos. En resumidas cuentas, una joya, ya de mi biblioteca. Una joya que tiene la virtud, además de lo ya comentado, de dejarte con hambre, de abrir el apetito. Por lo tanto, seguiremos leyendo y escribiendo, entre otras cosas, haikus, tankas y rengas.  

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Pureza, de Irene Domínguez. Accésit del Premio Adonáis 2022

 Reseña publicada en Culturamas el 13 de septiembre de 2023


Al morder un tomate de verdad, un tomate de los de antes, de los que saben a la infancia, me acordé de este libro titulado Pureza, de Irene Domínguez. El solo hecho que acabo de referir, por más que subjetivo, me valió como indicio irrefutable de su fuerza, de la huella que dejan sus imágenes, y está también el hecho de que fuera accésit del Adonáis en 2022. Así que volví a leerlo este verano: me gustó porque cita a Camarón de la Isla, pero también a Eugenio Montale y porque de pequeño a mí también me marcaron las canciones de Antonio Machado.

El poema «La torre, el caballo y el alfil» se refiere a un grupo de inmigrantes que cada domingo entrena en un gimnasio algún arte marcial dentro de un cuadrilátero. La escritora se suma a su sudor exiliado porque alguien le dijo que allí ella también podría honrar sus apellidos. No sólo este poema, sino todo el libro gira en torno a la cuestión de las raíces, los lazos familiares, los amores cursados y cómo reconocerse en alguna identidad. Para ello, Irene Domínguez toma de leit motiv el término pureza, una cierta y ambivalente pureza. Desde la primera hoja, la pureza se imprime en primer plano y en este poema en concreto adopta la figura de una gota de sangre de inmigrante: «Son tan puros como la sangre que salta en un golpe seco».

Como tantos poemarios primerizos, Pureza está cuajado de trozos de la infancia, explora los lugares comunes de su pérdida y su metamorfosis (que no se detiene nunca) en una sucesión de primeras personas superpuestas. De ahí que se divida en Matrioska I, II, III, IV y V. La voz de Irene Domínguez rompe los estereotipos ―ya cascados― del género social, le gusta jugar al fútbol y el boxeo sin que ello implique merma de su feminidad. Rebosa de amor paterno. Hay tantas cosas implícitas que se dicen como quien no quiere la cosa… como, por ejemplo, el tema del oficio de la literatura como una profesión de incertidumbres, como una artesanía sobre arenas movedizas:

Mi padre fue albañil y mi abuela costurera.
Si hubiese atendido a sus oficios
sabría cómo arreglar mi vida.
Ahora me veo artesana de mí,
tratando de meter todas estas matrioskas en una sola.
Pero mira tú qué desastre.
Dentro de mí sale una,
y otra,
y otra…

Como decía, como tantos «poemarios de construcción», estas páginas abordan el pasaje entre infancia y juventud, la amistad y los juegos ¿inocentes? como pompas de jabón y la amistad y los juegos abiertamente sexuales, pero igualmente efímeros y frágiles como pompas de jabón. La poeta insiste en esa herida, ahonda en los distintos pretéritos cutáneos subrayando la fricción, la rozadura. Compone con la fórmula del lenguaje directo del habla popular ―incluyendo vulgarismos― con técnica filóloga. Su conjunción de verso coloquial y retórica lírica continuamente entrega locuciones de tierna intensidad, aumenta la emoción, la gracia del poema y su teatralidad. Hay patios de recreo, cadenas de bicicleta que se rompen y muchos besos en la frente. Hay incluso un poema que alberga un cuento maravilloso dentro ―de los que le gustaban a Vladimir Propp―, si bien la mayoría incorporan en su propia sintaxis esa magia.

Tu beso en la frente calmó todo movimiento
y me cosió a la vida con la aguja e hilo
que una vez sostuvieron todos los que me amaron.

Retomando el hilo: si asumimos la básica asociación entre infancia y un concepto inasible de pureza ―o de inocencia―, tenemos que su pérdida resulta paradójica, pues, como anuncia la cita que abre el libro: La pureza no se puede perder nunca cuando uno la lleva dentro de verdad. Por eso, viene que ni pintada la imagen de las matrioskas. Como diría Zygmunt Bauman, la protagonista de estas páginas habita una identidad líquida. Porque ¿quién no conserva en su interior una pizca, ni aunque sea un retazo de su infancia?

No me reconocí en las fotos de aquella niña.
Esa mirada guardaba la inocencia
que a mí no me quedaba, esos ojos negros
y esa sonrisa sin dientes que ya no tengo.

En sintonía con lo ya comentado, otro rasgo de carácter de este libro es su combinación de lo que tradicionalmente se ha llamado alta y baja cultura. Por ejemplo, el poema titulado «Kim K. acaba de compartir una publicación» se encabeza con una cita de Britney Spears (You want a piece of me) y otra de Santa Catalina de Siena. El vínculo que las une, el conflicto que encarna este poema no es sino la problemática de saberse sujeta (u objeto) de deseo para una pluralidad en masculino. Y lo hace desde una postura (si cabe, más) abiertamente feminista, en el sentido de que su voz se declara una más de una comunidad o tribu histórica, mientras que en la mayor parte de los poemas prima un prisma personal ―aunque lo personal, ya lo sabemos, sea también (o más) político―.

Vosotros queréis un pedazo de mí,
cuando me veis sola y hecha añicos,
pero yo no soy sólo yo.
Pertenezco a una raza que ya existe,
de muñecas rusas fabricadas por artesanos
que las multiplican con variaciones
(medalla de oro, pecho blanco, mejillas rosas…),
y que todo el mundo desea abrir,
todas con un nombre distinto tallado,
todas con algo familiar en la mirada.
Vosotros queréis un pedazo de mí,
saquear mi cuerpo igual que Borchardt Nefertiti.
Por eso me corté las tetas
y os las ofrecí en una bandeja de plata.
El dolor me convirtió en Catalina.

Tanto esta problemática como este posicionamiento reaparecerán, de nuevo, en lugares tan significativos como el último poema:

A veces incluso piensan
que no queremos ser mujeres
por pura aprobación masculina,
mientras simplemente deseamos
amputarnos de forma leve y sofisticada
para que dejen de mirarnos.

Con todo, el tono general que brilla en estas páginas es la celebración ―aunque sea melancólica― del impulso de la vida, con todo su repertorio de emociones gozosas y dolosas. La poeta acierta a retratar tanto la frescura juvenil: «¿Qué hice anoche? No me acuerdo. Tal vez me besé con todos/ mis amigos en la boca.»; como la crudeza de los rescoldos que se apagan: «Escribo y callo./ Y tú alargas el tiempo entre mis cortas respuestas/ para sentir que hablamos mucho más.». Se me ocurre que si Ricardo Molina hubiera nacido en el 96, tal vez escribiera versos como estos, que rebosan a la vez dulzura y decepción:

Tal vez sí nos conocimos, de otra forma,
cuando tímidamente bajabas la cabeza
y tú tenías novia y yo seguía perdida
entre amantes con novia también.

El pasado es irrecuperable, pero nos acompaña. El penúltimo poema (sin título) empieza con una intertextualidad ―no sé si hace falta decirlo― del famoso versículo de Dámaso Alonso: «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres». En su lugar, Irene Domínguez pone: «Madrid está lleno de señores con barba que miran periódicos». Sin embargo, a lo largo del texto predomina no tanto esa dimensión social ―la presencia de un pasado común que la protagonista desestima y envidia al mismo tiempo―, como el solapamiento de su propio pasado personal: el áspero contraste que ocasionan sus ―relativamente recientes― recuerdos por Madrid frente a la Irene distinta que es ahora. Habiendo tantísimas obras literarias y cinematográficas que reiteran este recurso, su eficacia depende ―como es obvio― de cada ejecución; y en este caso destaca el estilo diarístico de un presente voraz, imperativo:

Hablamos, y veo en su cara
un gesto que ya no conozco
pero unos ojos que me siguen queriendo.
Ya ni siquiera siento rencor de que se fuese con otra.
Hablaría más, pero he quedado
con Guille por la tarde
y voy muy mal de tiempo.

En conclusión, Irene Domínguez tiene eso que los comentaristas deportivos llaman garra. La técnica de su obra, su conciencia literaria, alienta al mismo tiempo una profunda honestidad (ideológica, biográfica y) sentimental, y eso se nota. Así pues, un accésit muy merecido para una autora que ha logrado cuajar un estilo personal, con soltura, coherente y conseguido y, por ende, acorde con su tiempo, es decir, con el espíritu ―el habitus, la sensibilidad― de su generación. Aunque en lugar del accésit, igual hubiera merecido el premio, pero claro. Esperaremos con ganas su siguiente título. Léanla, en serio.

Vamos a comprar casas que no podemos permitirnos,
vamos a pasar la mañana en tiendas de muebles
pensando en comprar estanterías
donde mezclar todos nuestros libros.

viernes, 18 de agosto de 2023

La educación física, de Rosario Villajos, Premio Biblioteca Breve 2023

 Reseña publicada en Culturamas el 18 de agosto de 2023.


Leída y subrayada La educación física, de Rosario Villajos, más que el premio a la novela, creo que la novela le ha hecho un favor al premio, devolviéndole un título del calado de su primera época, cuando lo ganaban autores como Mario Vargas Llosa, Juan Marsé y Carlos Fuentes, por ejemplo. Las obras anteriores de Rosario Villajos destacaban por la acidez de su estilo, por su gracia de color tirando a oscuro, su habilidad en el retrato satírico de costumbres, su trasfondo social y feminista y por el fuerte carácter de su prosa. Tanto Ramona (2019) como La muela (2021), eran libros de tono, en general, desenfadado y hasta humorístico, en los que las situaciones se narraban con una sonrisa sardónica. Esa era, hasta ahora, la marca propia de la autora. Tomadas en conjunto ―incluyendo el cómic Face (2017)―, ahora vemos que su letra se ha ido endureciendo con cada entrega, a la vez que ganando en hondura.

Tanto Ramona como Rebeca, sus anteriores protagonistas, a pesar de lo bien retratadas que estaban, resultan casi caricaturas al lado de Catalina, la superviviente ―por así decirlo― de La educación física. Aquí nos adentramos en las profundidades de la psique de una adolescente que lo pasa francamente mal. Como lectores, sentiremos su rabia contenida, la constricción y subterfugios por los que necesariamente se desenvuelve su vida, una vida encajonada y dependiente de una madre mentirosa, castrante y sobreprotectora, un padre autoritario, tacaño y obsoleto, dentro de una familia disfuncional y machista, en una ciudad pequeña de los noventa, en una España hortera y zacatera, de reality shows y caspa en la pantalla. Como lectores, encontraremos en negro sobre blanco numerosas situaciones traumáticas en las que en demasiadas ocasiones nos reconoceremos.

En una charla a la que tuve ocasión de asistir, debatían la autora y el escritor Munir Hachemi sobre el carácter pasivo de Catalina, en el sentido de que más que actuar, Catalina reaccionaba a lo que le sucedía. No estoy del todo de acuerdo, primero porque cada reacción de Catalina determinantes para la trama―, por instintiva que sea, es el acto de una individualidad intransferible y, segundo, sobre todo, porque la acción principal de la novela, en mi opinión, no transcurre tanto en el plano físico ―que también― como en su correlato subjetivo, es decir, en el flujo de conciencia de Catalina. Hay que tener presente que el aspecto decisivo de cualquier texto literario es su punto de vista, y en el caso de La educación física ese punto de vista es el de Catalina, con puntuales reflejos a través de sus diálogos y con la ambigüedad añadida de una voz narradora que tiende a confundirse con ella. Y si lo determinante, insisto, es ese magistral ejercicio de focalización que plasma sobre el papel la vivencia interior de Catalina, cómo el mundo se ve a través de los ojos de una adolescente acomplejada, neurótica e introvertida de los noventa, de una adolescente en permanente estado de estrés postraumático ―y con buenas razones, conscientes o inconscientes, para estarlo―, lo más valioso de esa mirada interior sería valga la redundancia su pensamiento, ese último reducto de libertad, intimidad y rebeldía que le queda a Catalina. 

Su voz ensimismada traducida por la voz narradora que se superpone a ella señala una y otra vez, desde el dolor y la frustración, la hipocresía y dobleces de una sociedad que se confirma especialmente amenazante para cuerpos como el suyo, los cuerpos de unas mujeres que, paradójicamente, con frecuencia funcionan como correa de transmisión reproductora de esos mismos valores o habitus sociales que las co-hartan y aprisionan. La mirada de Catalina no deja títere con cabeza, empezando por su propia familia, sus amistades, las vecinas, los profesores, la tele, los demás y, por supuesto, ella misma.

De alguna manera, la novela reproduce varias características de los géneros modernos que Carlos Pardo ha asociado con cierta tradición cínica, entre otras, un posicionamiento feminista, la corporeización del pensamiento ―o de la escritura, visceral y sudorosa―, la oposición de lo físico a la doxa (la ropa aparece en repetidas ocasiones como símbolo material de esas convenciones sociales que todo el mundo lleva aunque nadie esté cómodo con ellas), la mezcla de lo humorístico y lo serio ―en este caso, el humor es bilioso―, una especie de empatía animal, la verdad como tortazo (unos cuantos se lleva, literal y metafóricamente, Catalina), o el hecho de dar voz a un punto de vista exótico, foráneo o marginal y, sin embargo o precisamente por eso―, señalar problemáticas que afectan al conjunto normativo, al conjunto social que sí ha asumido esa normatividad.

Es posible que Catalina no sea ―como ella misma dice― igual que las demás, pero ¿qué es la normalidad? Sus desventuras y ardides serán reconocidas, en mayor o menor grado, por todos los lectores. La crudeza de sus disforias es la pureza de la mirada infantil, antes de ser domesticada. La doxa, lo normal, es justo lo que este libro corrosivo perfora. El retrato interior de Catalina no es solo valioso desde el punto de vista figurativo, sino igualmente y con más motivo, porque sigue percutiendo en el presente.

En fin, habría tanto que decir de la novela de Rosario que necesitaría un artículo académico entero, como mínimo, sólo para abrir el melón. Tardaría un año en escribirlo y aun así me dejaría cosas en el tintero. En todo caso, apuesto a que esta novela pasará a la historiografía como una de las más destacadas de la década. Después de La educación física, no me imagino qué otra cosa puede escribir Rosario para superarse, pero tampoco me extrañaría que nos volviera a sorprender.  

viernes, 2 de junio de 2023

Las infancias sonoras, de Nuria Ortega Riba

 Reseña aparecida en Culturamas el 22 de mayo de 2023: 

https://www.culturamas.es/2023/05/22/las-infancias-sonoras-de-nuria-ortega-riba/



Las infancias sonoras
Nuria Ortega Riba

Premio Adonáis 2021
Rialp, 2022

Por Jorge Díaz Martínez

Es hora ya de que los teóricos de la literatura nos permitamos el lujo de la crítica impresionista, de que nos concedamos la reseña de las filias subjetivas que nos ha causado un libro, incluyendo su olor, el tacto de sus páginas o la bella edición, como vienen haciendo la mayoría de comentaristas ―no pagados― de internet.

En algún lugar, Luis Antonio de Villena declaraba que a sus treinta comenzó a interesarse por la joven poesía. Yo puedo decir lo mismo a mis cuarenta y seis. No es que nunca haya dejado de hacerlo, en realidad, pero a lo que voy es que, afortunadamente, en la actualidad contamos con una promoción de vates emergentes cuya calidad supera sobradamente las implícitas taras de la juventud. Y, por cierto, en contra de lo que dicen por ahí, la poesía no sólo no está muerta, sino que está de parranda: cada vez se lee y se escribe más, para bien o para mal. Incluso dejando aparte toda la marabunta de aspirantes a influencers planetarios, hoy en día disfrutamos de una hornada caliente de jóvenes legibles publicados en una variedad de casas editoriales como Cántico, Hiperión, La Bella Varsovia, Ultramarinos, Pre-Textos y Adonáis (enumero, pero no agoto).

El fenómeno Adonáis no deja de sorprender. La madre de todos los premios, que los novísimos creyeron como un yogurt caducado, en estos tiempos revueltos de tanto verso fácil, de tanta línea rota, se ha convertido en un valor refugio. Hace unos cuantos meses tuve ocasión de acudir a la presentación en Granada de Las infancias sonoras, de Nuria Ortega Riba, ganadora de la edición de 2021. Durante el recital, el público cazaba las figuras retóricas al vuelo. Un espectáculo filológico estupendo. A mí me gustó la sinestesia «silencio cegador», pero no dije nada. Compré el objeto-libro y solicité el fetiche de la firma. Luego pasé leyéndola los fines de semana, como quien disfruta un café en una terraza ―o simultáneamente, en realidad―.

Escribo en un post-it los grandes clásicos de la literatura.
Nuria Ortega Riba

La resonancia modernista del título encaja bien con un libro que logra conjugar tradición y actualidad. Se trata de un caso más de ese género iniciático que podríamos denominar «poemario de formación», en el que la locutora protagónica recrea con aparente ingenuidad y saludable técnica su (relativamente) cercana transición entre infancia y juventud, que en este caso aparece en conjunción triangular con el alejamiento o desarraigo su tierra natal.

Ingredientes: Nostalgia de la infancia, de la belleza telúrica de Almería, sus dunas sensuales, sus desérticos cielos, el tópico encalado de sus pueblos y la manera lorquiana de su arena. La intensidad simbólica de motivos tangibles como boyas al fondo de un horizonte líquido. Hay versos contenidos y verbo desmedido (quiero decir que juega con la métrica, en lugar de ceñirse a un patrón rítmico). El valor de exhibir la impudicia de emociones sinceras. El tono lírico en vez del prosaísmo coloquial tan extendido, pero sin excluirlo. El aparente irracionalismo de imágenes que funcionan como un resorte escondido.

Lo tengo subrayado y anotado. Tiene poemas lorquianos como «Lorquiana», metafísicos como «Hasta las boyas», metaliterarios como «Secar flores», esenciales como «La indeterminación de algunas palabras», atemporales como «Visión de una tarde de lluvia», nominales como «Agua», conmovedores como «Ser así», extraviados como «El árbol», redondeados como «Arroz con leche», sociocríticos como «El espejo», metalingüísticos como «Loaiara», cernudianos como casi todos. No rehúye lo concretamente personal, más bien se nutre de ello. La familia está siempre presente. Y hay una constante relación, muy íntima y muy piscis, con la naturaleza ―incluyéndose a sí misma y a la urbe―. Y hay también, como siempre, algunas naderías que nos permiten hacer un descansito en la lectura ―pero pocas―. En general, el libro se sostiene sin complejos sobre un tono elevado y conmovido, sin llegar al misticismo, pues su mirada se adentra en lo onírico terrestre y mercurial, en el recuerdo, mientras que lo trascendental apenas se boceta en algún verso ―pero sí―.

Para no hacer más spoilers, y a modo de conclusión, mejor un texto:

 

LA X EN EL MAPA

A nadie le importa que fuéramos felices atrapando cangrejos

en la cala de la Media Luna.

Pasábamos las casas blancas del pueblo, los molinos,

las olas de los Genoveses.

De debajo de las piedras salían lagartijas,

el sol nos quemaba una piel virgen aún,

comíamos arena con el bocadillo,

tortilla de patatas con sabor a sal.

 

A nadie le importa que fuéramos felices saltando en las rocas

a un brinco de abrirnos la cabeza

o de clavarnos las púas de los erizos negros

del fondo de las balsas.

 

Pero lo éramos. Cerramos los ojos y nos vemos

agitando las manos desde lo alto de las dunas:

«¡Es aquí! ¡Es aquí!».

La X en el mapa estaba prodigiosamente cerca.

Era ahí. Ahí mismo.